¿Qué es la verdad?

 


¿Qué es verdaderamente la verdad? ¿Cómo podemos estar seguros de algo? ¿Qué podemos saber?... Estas preguntas son una de las puertas principales al laberinto de la filosofía, especialmente desde la época moderna, en que los filósofos reparan en que antes de intentar conocer nada tal vez convenga conocer el modo mismo en que conocemos. Por ello, desde el siglo XVII, la filosofía comienza a desplegar especialmente una de sus ramas: la gnoseología o epistemología, que se ocupan del problema de la verdad, el conocimiento y la ciencia. 

Curiosamente, en la actualidad (lo que algunos llaman posmodernidad), esta preocupación por la verdad y la validez del conocimiento se desfonda. Tratar de la verdad en sí parece hoy un tabú, y a quien lo incumple se le tacha de ingenuo o soberbio. ¿Verdad? ¿Qué verdad? ¿Y quién puede saberlo?... 



Esta actitud de desconfianza hacia el conocimiento objetivo (¿pero hay otro tipo posible de conocimiento?) se manifiesta en las formas contemporáneas de escepticismo, relativismo o pragmatismo, una mezcla de todo lo cual, ligada al análisis de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, es lo que se conoce popularmente como “posverdad”.

El escepticismo renace con el empirismo moderno, que rápidamente se da cuenta de que fundar el conocimiento en la experiencia sensible conduce irremediablemente al subjetivismo (el problema de la interpretación de los hechos), el probabilismo (el problema de la inducción) y al cuestionamiento de las condiciones mismas de todo conocimiento (la identidad y entidad de las cosas, la causalidad, la propia verdad…). Además, al establecerse de forma clara que el conocimiento es la producción de una representación sobre un mundo que jamás podemos captar directamente (sino siempre a través de representaciones mentales y estructuras simbólicas), se plantea el problema, aparentemente insoluble, de cómo podemos saber que nuestras representaciones coinciden con el mundo real.


En general, el escepticismo es la teoría de que, por principio, no es posible, realmente, ninguna teoría lo suficientemente válida sobre nada. De ahí que los escépticos antiguos (Gorgias, Pirrón, Sexto Empírico…) recomendaran la “epojé”, que supone la suspensión del juicio (ni afirmar ni negar nada), y el estado anímico correspondiente: la “ataraxia” o imperturbabilidad del ánimo. Más actualmente, el escepticismo está relacionado con el relativismo.

Las objeciones al escepticismo son muchas. La primera es que, en su versión radical, se autocontradice (afirmar que “no es posible afirmar nada” es ya una afirmación). La segunda es que el escéptico no puede invalidar la verdad lógica (pues la utiliza para sus propios argumentos). Las siguientes tienen que ver con los propios supuestos de las teorías empiristas e idealistas que florecen en la época moderna.   

Según el relativismo, todo conocimiento y verdad son una construcción histórico-cultural, o incluso básicamente individual. La verdad se construye social o individualmente a partir de intereses, tradiciones, creencias, necesidades y lenguajes particulares. Y como cada sociedad, época o individuo es diferente de los demás, hay tantas “verdades” o “conocimientos” como culturas y personas. La consecuencia sería que no hay (ni puede haber) ninguna verdad universal, objetiva o necesaria, y las que hay, todas relativas, son inconmensurables, de manera que entre ellas solo cabe la mutua tolerancia o la imposición de una verdad sobre otra. 


Las objeciones al relativismo son también numerosas. La primera es que, como ocurría con el escepticismo, se autocontradice, de manera que, si se acepta que el relativismo es también un conocimiento o verdad relativa, su tesis no tiene más validez que la tesis contraria, y si se supone como un conocimiento o verdad absolutos, entonces es falso que todo conocimiento sea relativo (el propio relativismo representaría un conocimiento absoluto). La segunda objeción es que la propia presunción relativista de que la verdad es concebida de un modo u otro según cada cultura, época, etc., implica que existe una misma verdad vista desde distintas perspectivas (esta verdad común, por tanto, existe, es posible, y es en sí misma independiente de la época o el contexto social). Otra objeción es que si los conocimientos o verdades de cada época o cultura son incomparables entre sí no sería posible la traducción entre contenidos de una cultura o época a otra (de hecho: ni siquiera la percepción de la imposibilidad de esa traducción) cosa que no parece cierta.

La teoría pragmática o instrumentalista afirma que la verdad y el conocimiento se reducen a la utilidad. Una teoría o conocimiento es verdadero si “funciona”, es decir si al asumirlo obtenemos consecuencias útiles o beneficiosas. Desde esta perspectiva, el conocimiento no es más que una herramienta.


Las objeciones al pragmatismo son también muchas. La primera es que, intuitivamente, nos parece que no es lo mismo “ser útil” que “ser verdadero”; si anulamos esta distinción no podríamos distinguir entre verdades útiles e inútiles (algo que parece muy útil). La segunda objeción es más profunda, y se refiere a la propia entidad de lo útil. Si lo verdadero es lo útil, la pregunta obvia es: ¿Y qué es verdaderamente útil, beneficioso, etc.? Con lo que el problema de la verdad reaparece enseguida. Además, ¿podría algo ser realmente útil si no se ajustara a cómo son verdaderamente el mundo y uno mismo?...

...Todas estas posturas niegan la posibilidad del conocimiento, pero a la vez son, ellas mismas, problemáticas e incluso contradictorias, pues todas ellas suponen la misma posibilidad que niegan, es decir: todas asumen implícitamente que el conocimiento es objetivamente posible, como mínimo para llegar a conocer que todo conocimiento es imposible, relativo, pragmático…


El conocimiento está, pues, ahí, es inocultable. Y con él, la posibilidad de la verdad. El conocimiento es, en general, aquella creencia o conjunto de ellas que estimamos como verdaderas. ¿Y la verdad? Existen muchas teorías (construccionistas, pragmáticas, coherentistas…), pero la más conocida y que, de alguna manera, podría incluir a las demás, es la teoría de la correspondencia.

La teoría de la correspondencia afirma que una proposición o enunciado (es decir: lo que pensamos o decimos) es verdadero cuando se corresponde con la realidad, sea esta lo que sea. Digamos que la verdad es la coincidencia entre mis representaciones subjetivas (la mente o sujeto) y las realidades objetivas (el mundo u objeto fuera de mi mente).


Ahora bien: ¿cómo podemos estar seguros de esta correspondencia entre la representación mental y aquello a lo que esta se refiere? Sobre esto habría varias perspectivas o criterios:

El simple sensualismo:  la correspondencia la corrobora la percepción subjetiva. Por ejemplo, sé que el enunciado “El delantero ha marcado un gol” es verdadero porque lo acabo de ver por televisión (o porque alguien que lo ha visto, y del que me fío, me lo ha contado). 

El emotivismo: la correspondencia responde a una experiencia emotiva. Por ejemplo, sé que es verdad que “la película de ayer era muy bonita” porque me gustó mucho. 

El voluntarismo: la correspondencia responde a un esfuerzo de la voluntad (a la fe o confianza). Por ejemplo, sé que “Dios creó el mundo” es verdad porque quiero que lo sea, y solo por eso (aunque no tenga “pruebas” ni entienda demasiado cómo lo hizo).


El intelectualismo: la correspondencia es contrastada por el entendimiento. Bien porque tenemos pruebas experimentales de que lo que se enuncia se corresponde con la realidad (por ejemplo: induzco que es verdad que “el agua hierve a cien grados” porque hemos hecho muchos experimentos, cuidadosamente diseñados, en los que se ve como el agua hierve a esa temperatura); bien porque la lógica nos obliga a entender las cosas de un único modo (por ejemplo, sé que es verdad que “si A=B y C=B entonces A=C” porque lo contrario es lógicamente impensable).

Según hagamos caso a uno u otro de estos “criterios de verdad” (por cierto: ¿cuáles serán los “criterios” más verdaderos, y por qué?) podemos hablar de varios tipos de saberes.

Víctor Bermúdez. filosofiacavernicolas.blogspot.com

Los saberes irracionales son los que obedecen a los tres primeros criterios: a la mera sensación (saber vulgar o común), a la emoción (los juicios estéticos, el arte), a la fe (la religión). Y los saberes racionales son los que obedecen al último criterio, el entendimiento o intelecto, para justificar la verdad o correspondencia con la realidad de nuestras creencias. Entre estos últimos están los que priorizan el experimento (saberes empírico-racionales) y los que priorizan la lógica (saberes puramente racionales).  La mayoría de las ciencias serían saberes empírico-racionales, y la matemática, la lógica y la filosofía suelen considerarse saberes puramente racionales.

En la esfera del saber racional, hay filósofos que defienden que el experimento o experiencia es la fuente fundamental de la verdad y el conocimiento (se les llama empiristas) y filósofos que defienden que es la lógica y la razón pura son las que determinan que algo sea o no verdadero (se les llama racionalistas). Sobre la interesante disputa entre empiristas y racionalistas podéis leer este entretenido diálogo. O escucharlo en la radio.


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